¡Ay dolor! Con casi dos décadas de vida, Federico había tenido tantas mujeres como cuadros de Miró subastados por Christie’s y, aunque no le preocupaba mucho quedarse solo en el futuro, de vez en cuando pensaba en una mujer que había conocido, quería y respetaba.
Ella, con cierta mala fama ya adquirida, sólo buscaba un poco de cariño.
Ella lo había esperado, él rechazado; en parte por considerarla una amiga, en otra por quererla para bien.Si bien ella sabía de los ires y venires de su secreto amor, él deseaba terminar de desfogarse con la vida antes del trámite de sentar cabeza con ella. Pero algo falló.Ella se desesperó y con el corazón agotado de tanto esperar, lo olvidó. Federico, por su parte, cuando la vio perdida la quiso recuperar, así las cosas, nada para ambos.
En una salida furtiva, como mutuo intento de recuperar la química, los alcoholes de por medio y la independencia ya ganada por él, se recostaron en un sillón, platicaron plácidamente, continuaron bebiendo y el fuego revivió.
-Bésame-, pidió ella, sugerente. El escote enmarcando la levedad de la situación, los ojos prendidos en un tal vez y ella nuevamente para él.
-No puedo-, dijo él, -así no.
La única mujer que él había respetado pedía que la tratara como a las demás. Si no podía amarla como ella a él, al menos que la usara para no sentirse entregada -otra vez- sin respuesta de su parte.
-¡Bésame! te esperé mucho, te rogué de más ¿por qué no te puedes dejar llevar?- replicó colérica.
Él la besó en su mente y la dejó ir. El dolor permaneció, pero ella ya no.