La soberbia en un pequeño ensayo

Soy lo máximo. En serio, lo soy.

¿Entonces qué necesidad de andarlo divulgando? El ego sirve como defensa. Es realmente útil en la soledad, en la justificación y en la defensa. El ego encasilla los problemas inculcando la culpa a alguien más. A ese que no hizo caso. Aquel que osó ignorarte. El malandrín estupefacto que hoy recibe las palmas y te ignoró. Es funcional en la depresión y sólo por un momento.

La soberbia, por su parte, es maravillosa. Es gloria personal requerida por la inseguridad. Es inseguridad revestida de pereza y es pereza, vil, que apesta a miedo. El mismo miedo que se oculta bajo el manto del ego.

El ego da para el orgullo lo que la soberbia a la revalidación. Son cómplices ineptos, paleros que se prostituyen por los pocos centavos de autoestima que nos dejan. Mientras que el orgullo se escuda de las gracias del ego, la persona, yo y tú, nos quedamos escudadas, mintiendo sobre la verdad que el orgullo achaca a un tercero, a la fantasía absurda de ser intocables. De no equivocarnos.

Maldita revalidación. Nos vemos inmunes hasta que el sudor nervioso marca la frente. Hasta que la diplomacia vence la realidad. La realidad de la soberbia es que es la hipocrecia personal más profunda. Es el juego de las mentiras que nos decimos cada día. Es la confianza sobrevaluada o el amor propio devaluado. Es la palabra que te grita el espejo con la altivez de tu prepotencia. Es el aullido de dolor que pide tu alma.

Es parte de tu ser. Es la humildad siendo ella, sabiendo que no estás tú, ahí, dentro de ese títere. Es la manipulación de creerte lo que eres. Manipula. Sé lo que soy.

Punto.