Nos contagiamos de SARS-Cov2 durante la segunda mitad de abril del 2021. Sigo sin entender cómo: por más de un año nos cuidamos, protegimos y cerramos el mundo. Aún así pasó. No hice una crónica, pero sí apunté algunas suposiciones y conjeturas de mi estado mental y físico para experiencia post COVID.
De la resignación al miedo
Cuando Eli me dijo que se sentía rara esa mañana, como griposa, se lo atribuí a que dejé la ventana del cuarto abierta y en la noche refrescó. Para medio día, la paranoia me invadía un poco más. En la noche, ella ya estaba con síntomas encima: cuerpo cortado y malestar general.
Se quería ir al cuarto de servicio. En la mañana estaba confirmado: positiva a Covid-19. Le pasaron muchas ideas por la cabeza, pero yo no me sentía mal, entonces lo acepté estoícamente: podía apoyar y estar, y ser y hacer. La médico que no trató nos pidió laboratorios inmediatamente.
Todo ese día yo fluí. Es una gripota me decía. Al día siguiente, con estudios en mano, la doctora fue tajante: Bernardo tienes un proceso inflamatorio interno demasiado denso.
“Consigue un concentrador de oxígeno porque es muy probable que lo tengas que usar”, sentenció. Además, modificó el tratamiento, mientras que mi esposita debía tomar una dosis más baja de dexametasona, la mía debía ser inyectada, de mayor gramaje y tomar un anticoagulante.
Ahí valió madre mi mundo. No estaba bien, y tampoco era una gripa marca llorarás. Me dio miedo. Mucho, de ese que paraliza y pone a prueba tus creencias. El tratamiento funcionó, no llegué al hospital y solo usé, de forma preventiva, el aparato de oxígeno.
Una semana de ser otro
Empecé a tener síntomas al cuarto día, pero desde el tercero me sentí ajeno a mí. Es de las sensaciones más singulares que he sentido: estoy en mi cuerpo, sé que soy yo, pero no estoy ahí. Me convertí en un autómata.
Del día tres, hasta el 10 u 11, vivía, me movía y comía porque debía, pero no porque quisiera. El efecto soporífero es total, pero lo extraño es la ausencia completa de voluntad. Este mentado bicho te tiene en la pendeja completa, como en un hechizo, metido en el limbo.
Estaba vivo, pero carecía de razones para estarlo. Quizá así es lo que siente cuando la vida pierde, para muchos, el sentido. Todo transcurría normal pero más allá de ser protagonista del momento, solo era un espectador:
“Ahí está Bernardo, está Eli. Ahora hagan como que viven” y parte del escenario es perder el olfato y el gusto, entonces “come porque tienes, pero no disfrutes, no vivas, no hagas”.
Para el día 11 volví a sentirme Bernardo. Pero era un Bernardo algo cambiado, con nuevas abstracciones y hasta intenciones. Lo que me lleva a las siguientes ideas.
Algunos radicalismos
1. Sé familia. Hay gente chingona que definitivamente tiene que estar. Personas que no considerábamos tan cercanas que demostraron ser valiosísimas. La familia emocional nos trajo el súper, nos consiguieron el concentrador (sin renta). Otros nos mandaron vía Amazon flores y un oxímetro. Varios otros nos checaban, trajeron medicinas y simplemente, preguntaron cada tercer día sobre nuestro estar. Esta gente, gracias, ustedes, a falta de una mejor expresión: wow.
Pero hay muchos otros, que dicen estar, pero no es así. Esos, ellos, son bienvenidos a seguir ahí, en su limbo. El bicho me dejó ver quién está, quién no, y además, quién no debe figurar.
2. Poner pausa. Durante más de un año de pandemia me fui poniendo más intenso con mis reglas y cuadraturas, en lugar de relajarme. Todo tenía un horario específico y mi calendario era la cosa más complicada del mundo. Debía sentirme productivo y más allá de eso: DEMOSTRARLO aunque nadie me lo había pedido.
Hasta que un mes antes de enfermar, me mandaron a descansar: burn out, lo bautizaron.
Con el diagnóstico venía hacer un mapeo de actividades propias para delegar, soltar y relajarme. Hice lo que quise, no lo que debía hasta que el malestar físico, la fatiga mental y la poca concentración del covit me obligó a descansar.
Por semana y media tuve que pausar casi todo… y no pasó nada. Ya con una semana de reintegración total a las actividades se siente bien tener el calendario flexible y dedicar tiempo a lo que vale: jugar UNO en las tardes, desayunar juntos (mientras la normalidad regresa) y sentarnos los cuatro en la sala a estar.
3. Hacer cambios. Dentro de los primeros días luego de recuperar la conciencia, Eli me dijo que quería hacer cambios. El primero: dejar la carne roja porque la dieta, durante la enfermedad, consistía en evitarla. Le pedí que esperáramos un poco antes de decidir así, al aventón. Entiendo qué hay muchos beneficios de hacerlo, pero si se hará, hagámoslo bien y con paciencia. Un primo se hizo vegano sin un nutricionista y se puso muy mal, por no decir, súper gordo.
Pero más allá de esos pensamientos, entramos en una dinámica de sacar, quitarnos y tirar todo aquello que ocupa espacio y no funciona. Con las pocas fuerzas del primer fin de semana sin bicho nos deshicimos de tanto que estorbaba. Y va ligado al punto previo: tenía demasiado tiempo que los pandas estábamos juntos todo el día, pero no convivíamos.
Esa es, probablemente la lección de esto: estar, ser y hacer, para lo que vale.