-¿Quién eres tú?-, pregunta ella, desnuda, a la luz del alba, con una ligera sonrisa relajada. Lo ama.
-Lo que quieras que sea-, responde él, mientras su mirada está perdida en las figuras del rugoso techo. La ignora.
Ella, la amante en turno, la que no sabe que él se irá, se abraza con más fuerza a su torso.
Viven una falacia, Federico dice una mentira más. Ella, sin nombre, cree una verdad incoherente. El nuevo amor se apoya en la ausencia de conceptos, se afianzan en sentimientos corruptos, respira sexo insípido.
Ella: entregó su cuerpo y con él su corazón, abrió las puertas de su mente para que él forjara conceptos, ideas y una existencia a su lado. Le dio la llave de su cordura, las lágrimas de su inocencia, el poder de su voluntad y la confianza en sí misma. Mordió el anzuelo.
Él: fue sincero, dijo que era un ente libre, sin compromisos, que estaba abierto a las posibilidades pero que auguraba un mal final. Creó pasión de una mirada, hizo caricias de una ilusión, enterró una espina que la envenenó.
Federico quería un séquito de Fedes, personas igual de enfermas de amor, parejas carentes de compromiso, pero necesitadas de vida. Sabía que de todas, alguien respondería el llamado, alguien estaría igualmente lastimada, una de ellas aplacaría el dolor. Pero no habría más placer.
Despertaron. Ella se fue y una parte de él con ella. Federico se quedó con su inocencia. Ella, sin nombre y sin amor.