Memorias del veneno IX

Federico conoció el amor de la forma menos dulce, lo conoció con la tragedia, el dolor y lágrimas. Descubrió que estar enamorado del amor era más conveniente que de la persona. Sus ires y venires estaban llenos de romanticismo puro, de pasión fulminante y cariño, pero sólo para el amor.

M había sido su catalizador, había sido su primer amor hasta que le mostró el otro lado del sentimiento. No sólo de las mariposas en el estómago sino de las dagas enterradas y de las heridas que se mantenían abiertas. El amor, ese veneno que se funde con la pasión eran una enfermedad que nunca podría dejar ir, de la que nunca se curaría, pero que sabía condonarla con abrazos ligeros, noches de ajetreo y caricias sin promesas.

Con M había descubierto la panacea de las relaciones amorosas: no se trataba de estar siempre ni tampoco de vivir felices para siempre. Ellos, decían, estaban juntos sin estarlo, se amaban sin hacerlo, su amor vivía de la histeria ausente, del siguiente encuentro y, por eso, eran víctimas de su propio veneno. Habían seguido con sus vidas, tenían el amor de otros en sus manos y amaban sentirse enamorados. Su acuerdo era conveniente.

Y frío.

No habían hecho el amor en mucho tiempo. La amistad prevalecía, los besos robados jugaban el papel de mantener el acuerdo eterno. La prudencia gobernaba casi todos las noches de apuestas perdidas, pero hacía falta recuperar el sabor, sentir la asfixia, opacar el dolor, aventurarse en el riesgo, deseaban recordar las razones que los habían unido pero que al final preferían mantener por separado: el amor.


-Quiero hacerte el amor, dijo ella un cuanto dubitativa pero con la seguridad de la respuesta afirmativa. Y lo que sucedió fue inmediato, se acostaron a oscuras. Él quería prender la luz, pero no lo dijo.

Tomaron un paliativo para esconder la culpa de la traición y se fundieron.

Se separaron.

-Es sólo un juego-, aseguró M.-Lo sé-, contestó Federico.

-Siempre lo ha sido-, pensó él.